A propósito de la muerte digna

🕔 15 de Julio de 2015

 

Son dos historias parecidas pero muy diferentes.

Juan se pasea celular en mano, por su negocio. Fuma, no para de fumar.

Hombre joven, exitoso. Un genio para los negocios dicen unos; un tipo bien, canchero, ganador, dicen sus amigos.

Récord en ventas, todo resuelto, esposa, hijos, propiedades.

Vive en la calle Alem, casa con parque, doble garaje, muchos metros cuadrados.

Pipo, es menos joven, natura lo dotó con los tesoros de la bondad y la inocencia. Con su capacidad limitada colabora como “aguatero” en los partidos de fútbol del club de barrio.

En cada entretiempo ahí va Tato, bidón en mano, corre y calma la sed de los jugadores alentándolos con alguna frase optimista.

Su casa es un ranchito de adobe con un cartelito “Pipo” en la entrada, detrás de la ligustrina. Todos los vecinos lo saludan y lo quieren.

Años después, ambos son pacientes del grupo de Cuidados Paliativos. Tienen en común estar sobrellevando una enfermedad terminal.

Los dos nos esperan semana a semana, a veces con dudas, otras con quejas o con resignación. Hay días que aumentan los dolores físicos o espirituales, otros días nos hablan de sus esperanzas, de sus proyectos, de sus familias, de sus alegrías.

Todos vamos a verlos cada martes: Analía siempre presente, controlando síntomas por aquí y por allá; Vero que es psicóloga, atendiendo el dolor espiritual; Euge, terapista ocupacional, haciéndolos sentir útiles en todo momento; Mica, casi una maga desde su lugar de trabajo social , corriendo a buscar recursos y ponerlos a disposición del que los necesita ; y, por supuesto los irreemplazables Marcos, Fabricio y Nico, enfermeros de lujo, detectando todo, cada alarma, cada carencia, cada síntoma; y yo, que también soy médica y me ocupo de paliar el dolor. Ahí estamos con nuestras seguridades y nuestras incertidumbres, acompañando, cuidando, aliviando.

Pipo tiene dos hermanas que se ocupan de cuidarlo y complacerle hasta el más mínimo detalle. Lo cuidan con un esmero que casi no se ve en estos tiempos. Las sábanas blanquísimas, todos los requerimientos cubiertos. No tienen un peso, pero se las ingenian para conseguirlo. Se turnan, esconden las lágrimas, se emocionan, luchan junto a él. En los días de crudo frío, ahí están ellas dos al lado de la cama de su hermanito (como ellas dicen). Anotan en un cuaderno hora a hora los registros de temperatura, signos vitales, cada medicamento meticulosamente.

Juan tiene a su mujer y sus hijos que, abatidos a veces, con tesón otras, también lo cuidan, lo miman y cuando él se enoja con todos porque su carácter es así, fuertón; se callan y lo escuchan con paciencia.

A los dos les llegó la última hora, los dos le mostraron su carácter a la muerte, la enfrentaron, la pelearon. Los dos tuvieron paz y compañía cuando se fueron. Uno en su domicilio, otro en el hospital, pero ambos sin sufrimiento.

Es que ahí se ve el trabajo del equipo, las horas invertidas, las palabras sinceras, los abrazos a tiempo.

Nos quedan la tranquilidad de haber logrado el objetivo: mantener la mejor calidad de vida posible hasta la muerte; y para confirmarlo nos llegan las cartitas de los familiares, agradeciendo a cada uno, cada gesto, cada respuesta, la posibilidad de seguir siendo acompañados en el duelo, el alivio de saber que morir puede ser tan importante como nacer.

De eso se trata nuestro trabajo en nuestro equipo de Cuidados Paliativos.

Suena el teléfono, nos derivaron más pacientes. Empezamos de nuevo.

 

Silvia Chavarría

Médico especialista en anestesiología.

Miembro del Equipo de Cuidados Paliativos del Hospital Zonal Las Flores

Julio de 2015

Nota publicada: 15 de Julio de 2015
  1. Gema Castellanos. 18 Julio 2015

    Excelente nota de la Dra. Chavarria. Gracias por tu esmero y dedication para dar a los pacientes una etapa final sin dolor y digna!


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