Una escuela para Agustin - Por Arturo Claría

🕔 29 de Febrero de 2016

Una escuela para Agustín

 

Comienzan las clases, Agustín empieza quinto grado y ya tacha los días, como un preso, contando cuánto falta para las vacaciones de invierno.

 –¿Pero no te gusta volver a encontrarte con tus amigos, jugar en el recreo, divertirte y pasarla bien?

–Sí, todo eso es lo lindo del colegio, la parte que no son las clases, pero es muy poquito.

 Agustín, como tantos otros chicos, no puede comprender aún que es parte de un grupo privilegiado de niños y adolescentes que puede escolarizarse y crecer en su educación sin más dificultades que las que la escuela misma supone. Pero sí intuye desde su ingenuidad, con una inocencia envidiable para los adultos y pocas veces escuchada por nosotros, que hay algo en el sistema escolar que debemos replantearnos.

 Está claro que el colegio no es un lugar cuyo objetivo principal sea la diversión y que el disfrute de las vacaciones difícilmente sea superado por el de los meses de estudio.

 Pero la adquisición de saberes, la comprensión de las reglas, el respeto por la sana autoridad, el aprendizaje grupal y el paulatino desarrollo de las capacidades de una persona en crecimiento, ¿no deberían darse en un marco atractivo, de convivencia agradable, que despertara en un chico las ganas de ir a clases?

 Cierto sector del sistema escolar de hoy intenta seducir a los padres con ofertas que promuevan en sus hijos la diferenciación académica, una suerte de prestigio exclusivo inoculado a los alumnos sólo en sus aulas gracias al cual podrán destacarse el día de mañana en las esferas intelectuales y profesionales, y les permitirá posicionarse por encima del resto de los mortales. Toda una tentación para los padres que deseamos “la mejor educación posible” para nuestros hijos.

 Para arribar a dicha meta es necesario “hacer bien la tarea”, esto es, sumergir a los chicos desde el jardín de infantes en adelante en un río vertiginoso en el que se mezclan el doble turno en las escuelas, estudio de idiomas varios, actividades extracurriculares obligatorias, trabajos prácticos y ejercicios para llevar a casa porque el tiempo de dictado no alcanza para la vasta cantidad de contenidos que el alumno debe incorporar.

 Como muestra de ello, acérquese a una escuela vecina y vea cómo un batallón desesperado de padres intenta conseguir vacante en salita de un año para su hijo.

Este tipo de sistema educativo hace que la infancia se vaya convirtiendo en una mera etapa de transición hacia la adultez, en la que poco espacio queda para que un niño pueda desplegar su vuelo fantasioso, creativo y lúdico, sin exigencias, ni notas, ni el sometimiento a la comparación con sus amigos, ni a las miradas evaluadoras de los adultos.

 Hemos generado un tipo de escuela velocista que los invita a competir desde el minuto cero, que les hace llevar en sus espaldas mochilas cargadas de presiones y exigencias a partir de una enseñanza enciclopedista, que les concede poco tiempo libre y que dista de fomentar el desarrollo emocional de un chico.

 Espacios áulicos verticalistas donde los alumnos conocen más las espaldas de los compañeros que sus caras, estrépito de sirenas para anunciar el momento de descanso entre materia y materia, medallas públicas para los más destacados, cuadernillos corregidos con verde cuando se felicita al alumno que se adapta con un “sigue así”, o con rojo si debe “esforzarse más”.  La escuela tradicional, tal como la vemos hoy, mantiene una organización y objetivos propios de la revolución industrial, es una institución que en cierto sentido se ha quedado en el tiempo promoviendo alumnos como si fueran eslabones de la cadena productiva fabril, diría el educador británico Ken Robinson.

 Un sistema que promueve niños semejantes a los velocirraptores, esos animales primitivos que arrasaban con todo lo que veían a su paso, devorando con una velocidad impactante cualquier presa que se les cruzara en su camino, sin detenerse ni por un instante a metabolizar el alimento obtenido.

 Alumnos que se comen los libros para obtener mejores notas que los demás, que sacan sus garras para ser los primeros en atacar y evitar así ser víctimas del bullying, que avanzan a pasos de dinosaurio porque parece que les hemos enseñado que ganan los más grandes y los más fuertes y que en la vida sólo se trata de ser exitoso a cualquier costo.

 Todo ya, todo rápido, todo para mí, todo perfecto. Cualquier semejanza con la sociedad adulta no es pura coincidencia.

 Si el niño no sostiene el ritmo que marca el resto de sus compañeros y cae en el peligro de ser devorado por la necesidad de supervivencia de otro “más apto”, la ecuación se resuelve rápidamente con las visitas a la psicopedagoga, la maestra particular, la psicóloga, el pediatra y hasta un psiquiatra, si aún así el niño no consiguiera asumir una actitud depredadora.

 Habrá que analizar si queremos hijos excelsos, que sólo han desarrollado sus mentes o bien hijos íntegros, que han reforzado además su corporeidad y especialmente, su emocionalidad.

 Porque el tabú actual, en esta sociedad de la celeridad, es hablar de los afectos. Dedicarle el tiempo que se merece a decirnos lo que sentimos, demostrar nuestras emociones, abrazarnos, llorar, compartir dolores y alegrías. Y aprender sobre ello en la escuela.

 Una escuela en la que a los chicos se les enseñe a tomar distancia en la fila, a decir respetuosamente “Buenos días, señorita”, pero también una escuela en donde los mejores amigos de Agustín no sean Gutiérrez y Dinatale, porque a los chicos se los tiene que tratar por su nombre y no por el apellido.

 Una escuela donde no sólo importen los sobresalientes y las pocas malas notas recibidas, sino también las actitudes humanas, el compañerismo y el entrenamiento de los sentimientos.

 Una escuela donde se enseñe a ganar y a perder, a compartir y a perdonar, a disfrutar el éxito de un par y a saber que siempre es posible recomenzar.

 Que se empecine en descubrir la originalidad de cada alumno y en motivarlo a encontrar y hacer brillar la mejor versión de sí mismo.

 Quizás sea tiempo de no mirar sólo hacia adelante y de conocer y enriquecernos de diversos métodos educativos alternativos que coexisten a nuestro lado, como el caso de las escuelas Montessori, por citar alguno. Y nutrirnos los unos de los otros, para el bien de los chicos.

 Volver a clases no es solamente volver a dar o recibir una clase. Es regresar a un espacio de vínculos personales sumamente importante y decisivo, con un referente adulto que tiene en sus manos el privilegio y la responsabilidad de acompañar a los chicos por varias horas en su camino de desarrollo pleno como personas, en sus aspectos físicos, emocionales e intelectuales. Entendida desde esta óptica es maravillosamente única la vocación docente.

 ¿Por qué no pensar este acompañamiento, entonces, en un ámbito de buen humor, de creatividad, de reconocimiento de la autenticidad de cada alumno; de elogio de sus virtudes y talentos personales?

 Aboguemos por una escuela que se preocupe por realzar los esfuerzos de los chicos, valorando sus intentos. Por afirmar que la vida no es simplemente devorar y correr como velocirraptores hacia lo que otros nos han dicho que es la excelencia, que un trote liviano puede ser mucho más placentero, aunque tropecemos con la misma piedra varias veces, como buenos seres humanos.

 Y así, en poco tiempo, quién dice, Agustín empiece a tachar ansioso los días que faltan para volver a disfrutar de las clases. Y nosotros aprendamos algo de su inocencia.

 

 

 

Nota publicada: 29 de Febrero de 2016
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